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De la fuga del cuerpo, a un cuerpo “fuera de sí”

 

Vida postorgánica y subjetivación digital

El laboratorio social en el que vivimos, combina la fantasía de la carrera tecnológica y la fuga constante de la finitud de los cuerpos, con una precarización cada vez mayor de las condiciones laborales y un claro empobrecimiento de la experiencia. Podríamos pensar que estamos siendo “carne de cañón”, es decir, carne con una serie de marcas identitarias que permiten configurar una subjetividad quebradiza y mutante, puesta al servicio de una cadena de automatismos instalados que no sabemos bien a dónde nos llevan. La aceleración que están adoptando las transformaciones en las dinámicas sociales referidas al lazo social, el trabajo, y los procesos cognitivos, pareciera indicarnos que hemos visto sólo el preludio de una mutación de mucho mayor envergadura.

Para evitar caer en una posición reactiva o conservadora ante este nuevo orden económico, existencial y cultural que se ha impuesto en las últimas décadas -y que consiguió una profundización violenta durante la pandemia de COVID-19-, sirve revisitar el concepto que la autora, científica y feminista norteamericana Dona Haraway, expuso en los albores de la década de los ochenta en plena revolución cibernética. La autora desarrolla en su Manifiesto Cyborg, una concepción híbrida de las corporalidades que deja abierta la posibilidad de una ambivalencia política irresuelta:

“Un mundo así podría tratar de realidades sociales y corporales vividas, en las que la gente no tiene miedo de su parentesco con animales y máquinas, ni de identidades permanentemente parciales, ni de puntos de vista contradictorios. La lucha política consiste en ver desde las dos perspectivas a la vez, ya que cada una de ellas revela al mismo tiempo tanto las dominaciones, como las posibilidades inimaginables desde otro lugar estratégico. La visión única produce peores ilusiones que la doble, o que la de monstruos de muchas cabezas. Las unidades ciborgánicas son monstruosas e ilegítimas. En nuestras presentes circunstancias políticas, difícilmente podríamos esperar mitos más poderosos de resistencia y de re acoplamientos (Haraway, 2020, 8)”

Tomando prestadas las ideas de Haraway surgidas en los albores de lo que hoy forma parte de nuestro ecosistema fármaco-tecnológico, podemos argumentar que nuestra condición de cyborgs, borra la posibilidad de pensar “desde fuera” de la mutación, o a salvo desde alguna isla de asepsia moral. En tanto generación milenial, nos hemos constituido como sujetos en composición y contaminación con el medioambiente de la revolución digital y cibernética, desde una dinámica deseante pre-moral, altamente compleja, que ha logrado fusionar lo orgánico y lo inorgánico de modos nunca antes vistos, y que ha puesto nuestros cerebros al servicio de la producción valor y sentido en un entramado conectivo de disponibilidad permanente. Si aterrizamos en el presente y observamos con atención, descubrimos que la deriva digital nos ha convertido en cuerpos-imagen-máquina-código-oferta con los que habitamos nuestra sociedad, en un espacio público cada vez más reducido a las redes sociales y la “mediosfera”.

La “realidad” ha quedado cercada en el universo de Internet, este ámbito virtual-digital donde las imágenes se han emancipado de los cuerpos, y donde la temporalidad quedó subsumida a la lógica de lo inmediato: un presente absoluto, continuamente “actualizable”, una especie de delirio o pesadilla sin salida. Justamente, Ricardo Piglia (2016) describía de ese modo el proceso delirante en sus Diarios de Emilio Renzi, como un presente continuo, clausurado, que no ofrece la perspectiva de futuro como posibilidad de descanso frente al torbellino perturbador y descontrolado de paranoias, enunciados fragmentarios e imágenes que están fuera de nuestro control.

Lamentablemente, intuimos que, si bien las esperanzas de Haraway se han cumplido en algunos casos específicos en lo referente a discapacidades físicas o cognitivas, como también en ciertos adelantos ligados a la tecnología en cirugías y prótesis, a un nivel más general, la expansión del imperio de la digitalización en nuestras vidas no ha generado horizontes políticos y poéticos demasiado prometedores. Y es que, si algo tiene de particular este régimen de dominación en el que nos constituimos como sujetos, y donde se traman nuestras estrategias de convivencia, es que prescinde ficticiamente del futuro. Si bien, el valor del capital financiero descansa en la especulación, es decir, en la futurología del valor de las cosas en su condición de valor de cambio o pura mercancía abstracta y nominal, por el contrario, en lo que concierne a nuestro tejido conectivo -el ecosistema en el cual se rigen de forma mayoritaria nuestra vida social e intercambios-, se muestra anclado en la tiranía de la “actualidad”. La lógica del scrolling insinúa específicamente esto: el futuro está al instante, es lo que viene a continuación en el próximo refresh de pantalla, lo mediato está casi presente en lo actual como premisa.

A diferencia de las narrativas religiosas, que colocan el paraíso al final del camino, o los grandes relatos revolucionarios de las izquierdas históricas que daban sentido a la lucha ubicando la utopía del “hombre nuevo” en un futuro por llegar, nuestro presente histórico no promete paraíso ni futuro más allá, sino que nos ofrece un edén lumínico e indoloro aquí y ahora, a cada instante. Hasta no hace mucho, sacrificar la propia vida por un mañana más justo era una empresa moralmente aceptable, pero si algo ha dejado de producir la sociedad contemporánea -desde la irrupción del punk con su no future, la caída del muro de Berlín y la instauración global del régimen neoliberal globalizado-, son imaginarios políticos y comunitarios de futuro. Por el contrario, la dramaturgia y poética imperial hollywoodense, nos ha convidado con un sinnúmero de imágenes catastróficas, y paisajes donde las “masas” lo que único que hacen juntas es huir de forma desesperada del fin del mundo, la invasión extraterrestre, o la definitiva guerra nuclear.

Sin embargo, podríamos afirmar que hoy también existe un modo de sacrificar el presente vivo en pos de algo más allá, y es en relación con la “actualidad”, temporalidad trascendente a los cuerpos, que chorrea a borbotones en los dispositivos que tenemos a la mano, a un toque de distancia. La vida más verdadera, la más intensa, la más importante, la más visible, no está aquí entre tú y yo, no está entre nosotros, en la experiencia carnal y sensible que podamos experimentar, sino en un más allá que descansa agazapado dentro de nuestros teléfonos móviles, un más allá con características teológicas e inmateriales, que se interpone todo el tiempo como agujero negro de nuestras proyecciones, deseos y energías, y que logra capturar como ninguna otra empresa lo había logrado hasta el día de hoy, la atención de miles de millones de personas por segundo en casi todos los rincones del planeta, y determinar los flujos de opinión pública y el régimen discursivo de la época. Como han argumentado algunos autores posteriores a Foucault, presenciamos algo así como la inversión del panóptico de Bentham: en lugar de ser vigilados contra nuestra voluntad desde un centro que tiene acceso a una visibilidad absoluta, estamos todos mirando hacia el mismo espacio abstracto de la actualidad que rige el tiempo histórico del presente, y entregando nuestros datos e información privada como si de ello dependiera nuestro pasaje a la existencia.

El FOMO, acrónimo de Fear of Missing Out, o dicho en castellano el “miedo a perderse algo”, es el correlato del imperio de la actualidad, como sintomatología de ausentismo en los cuerpos. La ansiedad y preocupación constante que genera el hecho de pensar en que podríamos estar perdiéndonos una experiencia importante, es la fuga permanente del presente vital en pos de un más allá siempre inalcanzable. Vivimos con la tentación ininterrumpida de darnos un chute de actualización para salir del aquí y ahora, del “estar” y “habitar” un presente pleno. Esa disponibilidad ininterrumpida a nivel psicológico, descansa en la fatalidad de que todo está pasando todo el tiempo y es imposible abordarlo. Pero en simultáneo, articula de modo virtuoso con la naturalización de la ideología del capitalismo: la única verdad, o como afirma Alba Rico (2024), la única realidad es la actualidad de la red. Y en esta concepción, la “realidad” de lo actual se limita a lo que tenemos frente a los ojos: una sociedad-objeto, como si se tratase de un producto terminado sin fisuras, que oculta la lucha de clases y presenta la injusticia, la desigualdad, los privilegios, la concentración de la riqueza y el poder, la explotación, el expolio, etc., como determinismos naturales. La consecuencia ostensible en nuestros intercambios cotidianos, es la reducción banal de la realidad a lo obvio, y un cercamiento de la imaginación y el deseo, que restringe la apertura de otros posibles. Este realismo de la obviedad, y la continua banalización de la experiencia, hacen que este orden de cosas basado en la expansión sin límites de la tecnología, deje de ser sólo una forma, un modo de comunicación o un tipo de tecnología, para presentarse como la versión oficial de lo Real, que determina los modos de vida a niveles mayoritarios. Lo que Mark Fisher denominó como realismo capitalista, un régimen cultural, social y económico que pareciera no tener salida ni alternativas, y, en segundo lugar, un imperio fármaco-tecnológico, una especie de entidad abstracta y superior lindante con el fundamento de las religiones, que tiene la capacidad hipnótica de crear modelos de existencia pre fabricados y acordes con el tiempo vacío y homogéneo de la dominación.

Este realismo capitalista constituye un salto respecto de lo que Guy Debord (1967) expuso en su libro La sociedad del espectáculo. Según el autor y activista francés, el Espectáculo se trataba del “reino de la separación”, y esta separación se manifestaba como una brecha entre la vivencia directa, y las instancias de determinación del sentido de la vida vueltas representación. En su crítica marxista a la producción de modos de vida del sistema capitalista de la segunda mitad del siglo XX, el Espectáculo es un régimen que reúne lo separado “en cuanto que separado”, un sistema que conecta elementos al mismo tiempo que los mantiene distanciados1“En el espectáculo, una parte del mundo se representa ante el mundo, apareciendo como algo superior al mundo. El espectáculo es sólo el lenguaje común de esta separación. Lo que une a los espectáculos no es más que su relación irreversible con el centro que mantiene su aislamiento. El espectáculo reúne lo separado, pero lo reúne en cuanto separado”. (Debord, 1999, 48-49). (Debord, 1999, 48-49). Una lógica de producción de conexiones que refuerzan la división. Pero en ese esquema social, los sujetos tenían todavía una existencia a priori, es decir, estaban conectados entre sí a través de una mediación -el sistema del espectáculo-, que los volvía pasivos frente a la representación de sus propias vidas. Si bien esto ocurre y podemos dar cuenta de ello en nuestra experiencia cotidiana mediatizada por la red, donde la mayor parte del tiempo no estamos ni completamente acompañados ni completamente solos, la de nuestros días es una transformación más profunda.

Eso que llamamos “la red” ya no sirve simplemente como mecanismo de hipnosis alienante al modo de las “sombras de la caverna”, o como simple inversión de la representación donde la imagen de la vida tiene más valor que la vida misma. Al convertirse en la realidad dominante, el lugar donde se desarrolla el régimen de verdad más amplio –casi totalitario-, la red se ha convertido en nuestro entorno, nuestro ecosistema vital, el espacio visible que otorga existencia a nuestras vidas y fuera del cual pareciera que no hay vida posible. Hoy en día, ya no estamos siendo moldeados como individuos por grandes instituciones represivas o un poder uniformador y repetitivo, que fabrica personas en serie, imponiéndonos una existencia más o menos opresiva dentro de estructuras de largo plazo. Muy por el contrario, los dispositivos contemporáneos de producción de subjetividades, están determinados por las telecomunicaciones instantáneas, y producen vidas humanas que necesitan estar conectadas la mayor cantidad de tiempo a su régimen, para sentir que existen en el mundo. Cuantas menos conexiones logremos, nuestra red será más débil, por lo tanto, nuestra visibilidad más insignificante, ergo, nuestra vida más precaria (Valle, 2022). Y dicha precariedad se traduce en quedar excluido de lo importante, en ser un sujeto de segunda o tercera mano, en definitiva, en un pánico a la no existencia. De este modo, la conectividad 24/7 al mismo tiempo que aliena, se nos impone como una necesidad básica –fue manifiesto durante la pandemia- para el desarrollo de nuestras vidas neoliberalizadas, ya no sólo como simple simulacro o mediación con la “vida real”.

Desmaterialización de los cuerpos: el “yo imagen”

El único modo de lograr dicha empresa, es subsumir, borrar, eliminar el residuo de resistencia orgánica de los cuerpos. La dinámica de autotransparencia y autopublicidad continua a la que nos invita esta nueva configuración antropológica, insta a una desaparición del cuerpo orgánico como eje de la experiencia y como condición de posibilidad de construcción de vínculos con otros humanos, y con el resto de los seres vivos a través de la empatía. El mercado ha logrado, con la virtualización y desmaterialización de los cuerpos vueltos imagen, código y luz, que nos hayamos transformado de forma masiva en fallidos modelos publicitarios de nuestra propia vida. Habitamos un cuerpo identitario hecho de pixeles, bits y megas de transferencia. Somos ese “espejo maquillado”, mercancía iconográfica, y en contadas ocasiones, agentes de esa oferta y esa demanda organizada desde la caja negra de los algoritmos. Sin forzar demasiado el análisis, podríamos argüir que lo mismo que ocurrió con el capital financiero una vez que abandonó el patrón oro para convertirse en monedas fiduciarias, que respaldan su valor en la confianza en la economía del país emisor y la pura especulación, ha sucedido en simultáneo en el plano de los cuerpos vueltos imagen de sí mismos.

A esto se suma la lógica del “yo marca”, sostenida desde el sentido común fundado en el pensamiento político y económico liberal, que es la base de nuestras democracias contemporáneas. La ilusión del individuo como fundamento de la sociedad, y la concepción de la vida como empresa, dan como resultado un totalitarismo de la competencia y una extendida moral capacitista y meritocrática. Este medio actual, está caracterizado por la voluntad irresistible de autovaloración, acompañada de la búsqueda del consumo de experiencias y encuentros lo menos ambiguos u opacos posibles, absolutamente transparentes e higiénicos. Lazos que se vuelven únicamente “contactos”, en el sentido de que cada conexión entre sujetos está condicionada por el cálculo mercantil incluso al nivel de los espacios vitales, el erotismo, los afectos: la intención de absorber de ellos la mayor ganancia posible, sin correr ningún riesgo.

Cómo hemos visto en el seminario, las nuevas tecnologías que organizan el tiempo, la economía, la comunicación, la política, y los procesos cognitivos en nuestros días, están ejerciendo un conjunto de sustituciones peligrosas ante las cuales dan ganas de gritar “¡nos han robado el mundo!”. Internet ha sustituido los objetos materiales del mundo extenso por su existencia virtual en el tiempo; la memoria individual letrada, por el archivo digital, y en esta línea, los procesos de individuación singular, por instancias de delegación impersonal. Ha sustituido también la sucesión de la lectura, por la simultaneidad del diseño y la imagen, inaugurando –en palabras de Franco Bifo Berardi- una sociedad post-alfabética: la generación que, por primera vez en la historia de la humanidad, hace su ingreso al lenguaje a través de máquinas en lugar de mediante el cuerpo y la voz de su madre. Parafraseando a Alba Rico, “Internet funciona como un organismo sin cerebro, a través del imperativo de simultaneidad absoluto o de vida total sin interrupciones” (2024). En rigor, la red nos somete a un nuevo tipo de totalitarismo, la exigencia de una dinámica de producción y extracción de valor a toda hora -ya no sólo reducida a la jornada laboral y el tiempo de ocio-, en un continuo sin descanso, como parasitismo del tiempo vivo.

Esta dinámica abrumadora de comunicación sin pausa, se da en simultaneo con una pronunciada precarización de las condiciones de trabajo y una gentrificación acelerada de las grandes metrópolis que da como resultado un aumento considerable en el costo de vida. El discurso neoliberal y emprendedurista, plantea desde la ficción del libre mercado una erosión de los derechos civiles básicos –tierra, techo y trabajo-, y nos propone que, mediante nuestro “entusiasmo” y proactividad, aprendamos a desdoblarnos en varias versiones de nosotros mismos para crecer en un mercado laboral cada vez más exigente y regido por la competencia desigual. Es así como nos desvivimos en los límites del agotamiento para reinventar nuestras vías de ingreso económico, convertirnos en empleados y jefes de nosotros mismos, managers de nuestras propias producciones artísticas, incluso brokers de nuestro propio “yo”. Tal como lo ha descripto Remedios Zafra en su libro El entusiasmo (2017), vivimos un momento histórico donde empezamos a asumir la precariedad como base de toda construcción artística, económica y vital. Somos sujetos travestidos de un entusiasmo fingido, que sirve únicamente para aumentar un tipo de productividad sin correlatos en la calidad de vida, a cambio de escasos pagos simbólicos o la esperanza creciente en relación a una vida siempre pospuesta, siempre por llegar.

Este conjunto de prácticas de adaptabilidad, engarzan a la perfección con la exaltación de la imagen de sí, una construcción de la subjetividad excesivamente yoica y patológicamente narcisista, y un ambiente donde el valor de la vida depende de la acumulación de likes y el consumo de experiencias. Ante este paisaje, donde nuestra corporalidad y cognición se han confundido en hibridación profunda con las prótesis tecnológicas, surge como estrategia de resistencia, el interés por recuperar instancias que nos vinculen con cierta idea de “involución” y reconexión con la experiencia situada de nuestra finitud en la tierra, y nuestra animalidad atávica de mamíferos bípedos.

En este aspecto, involución puede concebirse en palabras de Alba Rico como recaídas en el cuerpo. El dolor, la vergüenza, la compasión y el aburrimiento pueden servir como vectores de un retorno a la corporalidad, un reencuentro con los fundamentos de nuestra frágil condición humana, y como vía de ampliación sensible hacia zonas foráneas del modelo utilitarista de los afectos, los vínculos, el lazo social y las corporalidades. Seguimos siendo ante todo un cuerpo, que como dice Gloria Anzaldúa (1987), en la profundización de ciertas prácticas recupera su inteligencia mágica con el medio, sus vías de comunicación ancestrales con la animalidad, y su inteligencia corporal e instintiva.

En esta línea, el concepto cyborg de Haraway, sin caer en un optimismo ingenuo, nos permite pensar también la posibilidad o latencia de un cuerpo anómalo, inadecuado, una corporalidad que intenta estar a la altura de las demandas de adaptación y rendimiento, abstracción e instrumentalidad, éxito y reconocimiento del laboratorio social contemporáneo, pero que, al no conseguirlo, produce por default -o por exceso- vías de existencia todavía impredecibles. Un cuerpo que, por obra de su malestar y su mutación acelerada, requiere de un espacio todavía inexistente, que con algo de imaginación política podemos nombrar como “una comunidad por venir”.

Sin embargo, el cuerpo.
Recaídas en el cuerpo y cuerpos “fuera de sí”

Llegando a este punto, surge una pregunta ineludible para las artes escénicas, en cuanto práctica de indagación sobre la configuración y transformaciones posibles de las corporalidades, y como instancia testimonial sobre el pensamiento situado, y las formas de expresión de la propia inteligencia intuitiva del cuerpo. Siguiendo a Victoria Pérez Royo (2022), las artes vivas contemporáneas en su faceta investigativa, dan cuenta de los modos en que el cuerpo “lejos de funcionar de manera irracional e incontrolable, tal y como se plantea en la tradición teórica occidental, es perspicaz en la percepción de situaciones y la intervención en ellas. Esta concepción de cuerpo inteligente está muy alejada de la comprensión moderno-colonial del cuerpo como espontáneo, desbocado y que somete al sujeto a sus inclinaciones caprichosas” (Pérez Royo, 2022, 37) Tal como expresa la autora, es en este punto de la inteligencia muscular y corporal, donde reside la potencia de las artes vivas en su vínculo con la transformación política de la sociedad.

Por un lado, surge un primer interrogante de cuño deconstructivo respecto a las corporalidades hegemónicas: a partir de qué prácticas y procedimientos podríamos enfocar al menos parcialmente el algoritmo inscripto en nuestros cuerpos, hábitos e ideologías, desde los cuales se organizan nuestros gustos, luchas, deseos, conductas, sexualidad, consumos, intercambios, información e imaginarios. Enfocarlo, es decir, ponerlo en foco para acceder a una mayor nitidez analítica que permita una progresiva desalienación respecto a las fuerzas comunicacionales, tecnológicas, escópicas y solipsistas que regulan funcionalmente la dominación del capitalismo actual.

En segundo lugar, en tanto el cuerpo es siempre en presente, un gesto activo o afirmativo en vistas a una reinvención y re-sensibilización de las corporalidades. Es decir, una ampliación de las capacidades sensoriales, perceptivas, propioceptivas y atencionales, que permita a los sujetos no sólo vivir el propio cuerpo de acuerdo a un cambio de paradigma respecto a los lazos sociales, los vínculos, la constelación afectiva, intelectual, creativa y de variados recursos que nos mantienen vivos. Una transformación que comience a socavar la desconfianza y denigración sistemática que la cultura occidental ha hecho sobre la naturaleza corpórea. Citando a Pérez Royo, “la corporalidad hegemónica de acuerdo a la que se configuran nuestros cuerpos, tras siglos de modernidad, es una muy pobre: ha sido inmunizada, precarizada, aislada y reducida, de modo que parece detenerse en los límites visibles del cuerpo. La corporalidad moderno-colonial confina al sujeto dentro de las fronteras de su piel de acuerdo a una lógica determinada de por lo que André Lepecki llama la fantasía óptica del sujeto (Pérez Royo, 2022, 11). Pérez Royo describe el modo en que el sujeto moderno occidental ha configurado su identidad a partir de la imagen de su cuerpo en el espejo, una lógica especular que ha favorecido un esquema subjetivo monádico, centrado y equilibrado en sí mismo, “según un sistema de correspondencias que reúnen de forma homogénea y sin fisuras el cuerpo y su imagen, y sujeto y su identidad, contenida dentro de esa imagen” (Lepecki, 2001, 3). Si existe una vía de intervención de las artes vivas en la transformación política de nuestro tiempo, pasa justamente no sólo en la creación de obra dentro del mercado del espectáculo, sino en sus espacios de investigación a puertas cerradas, donde es posible mediante metodologías y prácticas concretas, desmontar la fantasía óptica del sujeto, que significa la piedra basal de nuestro sistema político liberal.

A la fantasía abstracta del solipsismo, que niega el lugar y punto de vista del otro, sobre todo cuando es negativo (enfermedad, vejez, debilidad), Alba Rico le opone la imaginación anclada en la corporalidad vivida. Según sus palabras, hemos abandonado la lentitud de la imaginación en su forma terrestre y carnal, hemos pasado de la “ontología del aún –aún no ha salido, aún no ha llegado, aún no ha sucedido- de los procesos corpóreos, a la ontología del ya”, de la impaciencia que tajea de un sablazo los nudos gordianos, que oculta farmacológicamente el dolor y el malestar, que niega los procesos vivos a través de la ansiedad tiránica del autoritarismo y la violencia. Detrás de la supuesta neutralidad del paradigma científico de la tecnología, descansa el ideal de la fuerza, es decir, la empresa de penetración, extracción, y conquista de la naturaleza, que borra las condiciones de posibilidad de la vida, y concibe el orden de la naturaleza desde un posicionamiento exterior, claramente ficticio. Tal como desarrolla el pensador argentino Marcelo Percia (2023) en su libro Sesiones en el naufragio, los tres conceptos centrales del imperativo de la fuerza son dominar, poseer y destruir (Percia, 2023, 205). Como vemos, el ideal de la fuerza que ha sido reconocido como base de la ideología fascista, a través de la deshumanización del cuerpo e identidad de los otros, se ha convertido en la educación sentimental de nuestra época. El dilema en el sistema neoliberal parece ser la elección entre la intemperie solitaria, o envolvernos en la protección reactiva de la fuerza para sobrevivir a la violencia del mundo. La idea de no necesitar de nadie para reproducir nuestra existencia, construye la ilusión de una vitalidad autosuficiente, que puede autorregularse sin la presencia de los demás, en su mecánica de autoexplotación y consumo alienado.

Ahora bien, siguiendo la línea de lo que Alba Rico denomina como las “recaídas en el cuerpo”, vías de recuperación de una imaginación situada y un pensamiento re-sensibilizado, ¿qué potencias creativas y eróticas poseemos por fuera del imperativo del capacitismo, ese desprecio de la debilidad que impera a lo largo de la historia de occidente como piedra basal de la conquista, la apropiación y el genocidio?

Los procesos de creación en artes vivas nos enseñan entre otras cosas a dejar de despreciar la demora, dejar de negar la resistencia temporal de los procesos materiales, y aún más, aceptar la debilidad y la vulnerabilidad de los cuerpos como condición común de lo humano. Fragilidad, debilidad, ternura, flaqueza, son algunas de las condiciones comunes que nos acercan y permiten entretejer prácticas de cuidado mutuo, entre cuerpos sensibles que piensan y hablan. No existe cuerpo autosuficiente ni transparente, aunque la primacía de la concepción técnico-científica y el mercado de la imagen intenten decretar lo contrario. Parafraseando a Percia, “cuando decimos cuerpo, no sabemos bien qué decimos, es algo que habitamos sin saber” (Percia, 2023, 23). En el cuerpo convivimos con una opacidad primordial, una insuficiencia del saber, o, dicho de otro modo, el cuerpo es lo insabido que habitamos.

La recaída sobre el cuerpo nos coloca frente a la evidencia de la debilidad del saber, la humildad y aceptación de la opacidad que hacen posible el encuentro real con otros cuerpos y sensibilidades sin exigir el ideal deshumanizante de la transparencia. Son las recaídas en el cuerpo las que nos permiten alojar el no-saber ante las demasías de la experiencia, sobre todos aquellos estados que sobrepasan nuestra capacidad de anticipación y entendimiento lógico y nos arrojan al margen sin libreto del vivir, donde nos es posible abrazar su sino trágico, misterioso e insondable. La debilidad no es impotencia, por el contrario, es una fuerza herida, una fuerza que asume la herida del vivir, una forma de la potencia que decide intentar otras vías de despliegue por fuera de los vicios destructivos del poder.

Por último, volver la mirada a la debilidad y fragilidad de los cuerpos, contiene la cuestión política de la compasión, es decir, de incluir en el campo de visión y percepción a los cuerpos negados, marginados, olvidados. Tal como desarrolla Katya Silverman en El umbral del mundo visible, “cuerpos que, dicho con toda sencillez, serían una ruina para mi <<yo>> de clase media: (…) cuerpos callosos a fuerza de dormir en la calle, agrietados a fuerza de estar expuestos al sol y la lluvia, y mugrientos tras semanas sin una ducha, y que no pueden en consecuencia aspirar a lo que, en nuestra cultura, pasa por <<idealidad>>” (Silverman, 2009, 36). Los cuerpos que disipan de un disparo la ficción de la identidad fundada en la invisibilización de las condiciones materiales y de clase que la configuran, y que habilitan un autoextrañamiento políticamente imperativo si deseamos una transformación social que vaya más allá de los discursos progresistas esgrimidos desde hace años por nuestras izquierdas anodinas. El trabajo de Emilio García Wehbi (2002-2007), “Filoctetes”, apuntaba a esta cuestión. La intervención urbana que colocaba muñecos de personas en tamaño real, que parecían humanos arrojados a la calle, entre desvalidos y muertos, lograba activar la atención de los transeúntes que, en muchos casos se acercaban e incluso intentaban dar ayuda. Cruzar ese tipo de límites proxémicos, establecidos por la desconfianza y el miedo, resulta crucial si queremos pensar sin hipocresía en un cambio social desde abajo.

Para finalizar, el interrogante que se nos presenta es cómo pasar de la racionalidad de la fuga del cuerpo, a pensar, en palabras de Pérez Royo, un cuerpo fuera de sí. Esto es, un cuerpo que asume como base de la constitución de su identidad el entramado vivo que la hace posible, el amplio sistema de conexiones sensibles y afectivas que alimentan y enriquecen su experiencia finita en el mundo. Un cuerpo expandido, que va más allá de los límites epidérmicos y el reflejo especular, y lo hace no sólo a través de los dispositivos de virtualización tecnológicos, sino apelando a su intuición, su percepción, incluso su capacidad telepática y mágica.

Si la subjetividad producida por la realidad de Internet se trata de millones de seres humanos, que se consideran propietarios de su propia vida y mantienen relaciones fetichizadas en las que ignoran las circunstancias que hacen posible su fantasía de individualidad y la gestión deprimida de la condiciones materiales de existencia, quizá un proceso de subjetivación crítico, dependa de la insistencia política en las recaídas en el cuerpo, y consista en dejar pensar lo social como un agregado de individuos, para realizar fuga pronominal que pase del “yo” al “nosotros”, un comunismo en acto que afirme en primer lugar “soy un somos” (Alba Rico, 2017, 338).

1 “En el espectáculo, una parte del mundo se representa ante el mundo, apareciendo como algo superior al mundo. El espectáculo es sólo el lenguaje común de esta separación. Lo que une a los espectáculos no es más que su relación irreversible con el centro que mantiene su aislamiento. El espectáculo reúne lo separado, pero lo reúne en cuanto separado”. (Debord, 1999, 48-49).

 

Bibliografía:

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  • Valle, A. (2022). Jamás tan cerca. La humanidad que armamos con las pantallas. Planeta. Buenos Aires, Argentina.
  • Zafra, R. (2017). El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital. Anagrama. Barcelona, España.